domingo, 14 de septiembre de 2008
El derecho a leer y a escribir
Que una persona sea analfabeta significa que no tiene la posibilidad de manejarse con libertad en una sociedad que se torna cada vez más competitiva e individualista. En la Argentina cerca de 3.695.830 de individuos sufren de analfabetismo funcional y 961.632 de analfabetismo puro, y, si bien hay programas orientados a hacer algo al respecto, el cuadro se aleja de la erradicación, aún si se considera que esto es posible.
Cuando Amelia, la abuela de Martín, le pidió a Paulina, la niñera, que de vez en cuando le leyera un libro a su nieto, se sorprendió con la respuesta que obtuvo: “Es que yo no sé leer”. Paulina Larico es peruana, pero hoy vive en Vicente López (BA), tiene dos hijos y un marido que sí sabe leer y escribir. Él es quien le lee las notas que sus hijos traen del colegio y las firma.
“Yo sé reconocer las letras -dice Paulina- Los carteles con palabras cortas los entiendo, más o menos los sé de memoria, por ejemplo el de Coca Cola ya sé que dice eso. Pero no puedo leer de corrido un diario. En el supermercado sí reconozco las marcas. Y las calles las conozco, algunos carteles ya sé lo que dicen. Sino pregunto a alguien”, afirma.
Según el último censo realizado por el INDEC en 2001, en nuestro país 3.695.830 jóvenes y adultos son analfabetos funcionales o semi analfabetos, es decir que, como Paulina, son incapaces de utilizar plenamente sus capacidades de lectura y escritura porque no han completado su educación básica, y porque al no ejercitarlas las han perdido. Por otro lado, la cifra de analfabetos puros, es decir, quienes nunca han comenzado su escolarización, asciende a 961.632 personas. Y según la organización Un Mundo Mejor Es Posible (UMMEP), dedicada a la alfabetización audiovisual mediante el método cubano Yo, si Puedo, la situación de las mujeres es más preocupante que la de los hombres, ya que ellas integran la franja mayor de analfabetismo.
Ser analfabeto no sólo es no saber leer y escribir, sino más bien no haber tenido el acceso a un derecho humano, el de la educación. Ser analfabeto en la vida cotidiana no es sólo no poder leer un cuento: implica no poder comprender un cartel en la calle, no poder leer el número ni el recorrido de un colectivo, no poder entender un documento que hay que firmar, no poder ser independiente y tener que pedir ayuda siempre, y muchos más no poder.
Actualmente en Argentina las acciones llevadas a cabo en pos de la alfabetización tanto de adultos como de menores se concretan por medio de tres programas principales: el programa Encuentro, que funciona a nivel nacional y está dirigido a personas mayores de 15 años, el Programa de Alfabetización, Educación Básica y Trabajo (PAEBYT) a cargo del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desde 1983, orientado a chicos y adultos y también a la capacitación laboral, y las redes de alfabetización que trabajan con el método Yo, si puedo.
“Tenemos al chico que quiere terminar séptimo grado para tener el título, pero también a la viejita quechua que quiere aprender a leer y escribir”, cuenta la docente Laura Angelilli, que trabaja hace cinco años en el PAEBYT y actualmente trabaja como alfabetizadora en la Villa 20, de Lugano. “Recibimos mucha gente que sabe leer y escribir de manera funcional, por lo tanto creo que ahí es donde hay que dar batalla, y que ese es hoy sentido de este programa: la finalización de la escuela primaria. Últimamente llegan muchos jóvenes de entre 13 y 18 años que han sido sistemáticamente excluidos de la escuela. Con este programa terminamos saneando una falencia del sistema escolar”, afirma Angelilli.
Históricamente, muchas campañas de candidatos políticos incluyen entre sus objetivos el de la erradicación del analfabetismo. ¿Es posible esto? La pedagoga y lingüista ecuatoriana María Rosa Torres, integrante del equipo de especialistas convocados por UNESCO para planificar la Década de Naciones Unidas para la Alfabetización (2003-2012), en un artículo titulado Erradicadores del analfabetismo, publicado en la revista digital Educación de Adultos y Desarrollo, afirma: “Ninguna campaña, programa o país en el mundo logró este objetivo, sencillamente porque el analfabetismo es inerradicable. No se trata de un mal a extirpar, sino de un problema social a superar. No puede resolverse aisladamente, sino en el marco de profundas transformaciones educativas”.
En el mismo sentido, Angelilli afirma que el PAEBYT surgió en 1983 como emergencia, para paliar el analfabetismo de ese momento y duraría sólo dos o tres años.
“Se trabajaba sólo con adultos –cuenta-, mientras que hoy el panorama cambió y tenemos muchos inmigrantes y chicos expulsados del sistema educativo, por las transformaciones estructurales que sufrió nuestra sociedad”.
Sea como sea, la proporción de analfabetos actuales es cada vez mayor y está lejos de disminuir. A pesar de haber esfuerzos en pos de la alfabetización, Argentina no parece lograr resultados que indiquen que el analfabetismo se erradicará en el corto o mediano plazo, y tampoco hay una concientización hacia la población –tanto alfabetizada como no alfabetizada- de cuan importante es resolver este problema.
"No voy a la escuela porque no tengo tiempo -asegura Paulina-. Yo me dedico a trabajar y a cuidar a mi hijo, ¿Cuando voy a ir? Tampoco sé si hay centros de adultos por acá”.
Cómo funciona el método Yo, si puedo en Argentina
El método cubano Yo, si puedo comenzó a funcionar en dicho país en 1990 y apunta a enseñar a leer y escribir tanto a chicos como a adultos mediante radio y televisión.
En Argentina este programa se lleva a cabo en 65 clases de 30 minutos cada una, cinco días a la semana. Los participantes se acompañan de una cartilla de siete páginas que combina los números con las letras, y de la acción del facilitador. Además, las clases tienen contenidos informativos que contribuyen al conocimiento e incremento de la cultura de los educandos. El tiempo de duración del proceso en su primera etapa, (lecto-escritura) es de tres meses.
sábado, 28 de junio de 2008
Entrevista a Rodolfo Zibell
- Para mí es el travesti -retruca una alumna-. Porque es el hombre el que se traviste.
Con dedicación, Zibell da la consigna del día en el Taller de Comunicación Periodística y vuelve a su escritorio. Nacido en 1936 en Concordia (Entre Ríos), fue canillita, pintor y oficinista, entre otras cosas. Sin embargo, él asegura: “Trabajé de periodista toda mi vida”. Pasó por Canal 7, por radios del interior y de Buenos Aires, escribió en la revista Gente, en La Semana, Siete Días, El Planeta Urbano, Calles de Buenos Aires y en una revista de sexo cuyo nombre no recuerda. También trabajó en prensa para el Partido Radical. “Ahora soy un burócrata de la UBA, hago gacetillas en la Secretaría de Medios de la universidad. Y me dedico a la docencia. Estoy jubilado pero sigo trabajando ad honorem”, señala.
A los 23 años Zibell comenzó a incursionar en periodismo, en el diario salteño El Tribuno: “Vivía en Capital Federal y me había quedado sin trabajo. Ya era poeta, me gustaba mucho el folklore y la poesía salteña, y Salta era un poco la tierra prometida para mí. Aparecí ahí porque conocía gente que andaba en periodismo y me habían prometido un trabajo”, cuenta. Finalmente ese trabajo no se concretó, pero Zibell consiguió un puesto de redactor en El Tribuno y luego entró en Radio Güemes como redactor de informativos. En Salta conoció al periodista Sergio Villarruel, que lo llevó a trabajar a Córdoba. En esa provincia se recibió de licenciado en Literatura Moderna.
¿Cómo aprendió el oficio?
Tenía facilidad para escribir, eso era evidente. Pero al principio no fue fácil. Muchas veces entregaba cosas y directamente las tiraban a la basura. Mucho después aprendí a escribir con sujeto, verbo y predicado, y que hay que ir al grano directamente. Fue en Córdoba, con Villarruel.
Aunque asegura que “el periodismo es un oficio que no se puede enseñar pero sí aprender”, él lo enseña igual: “En la facultad soy como un abuelo -confiesa-. En general, promociono a los alumnos. Lo que me interesa es que aprendan. Pero antes que buenos periodistas, prefiero que sean buenas personas. El problema de los jóvenes es que no leen, no están informados. Es la generación ‘me chupa un huevo’. Manejan cuatro palabras. Yo les digo siempre que lean a Truman Capote, a Gabriel García Márquez, a Rodolfo Walsh”.
Alguien podría decir que se parece al abuelito de Heidi, por su pelo y su barba blanca. Pero no. Rápidamente confesará sus andanzas de la juventud: “Yo era muy bohemio, de la noche, de ir a tomar unas copas. No tenía pareja en ese momento. En Córdoba conocí a la madre de mi hijo Matías (también periodista). Pero tuve tres hijos, todos de distintas madres”. De su experiencia durante la última dictadura, Zibell cuenta: “En noviembre del 76 me exilié en Brasil. Fueron nueve meses. Como extrañaba mucho a mis hijos me escapé y alguien me sugirió que vaya a trabajar a Gente. Y yo pensé, no, está loco. Es una garantía, me dijeron. Ahí nadie te va a tocar. Y efectivamente, empecé a trabajar ahí”.
¿Cuáles son sus grandes logros profesionales?
Una cobertura para Gente, en Mar del Plata, en plena temporada de verano del 84. En Playa Grande estaba Alfredo Astiz. La foto que le sacamos sirvió para reconocerlo en todo el mundo. Y artículos periodísticos, uno sobre el caso Dupont, para Gente también, y una exclusiva a Carlos Robledo Puch en Siete Días.
¿Tiene alguna historia de su profesión que hoy lo avergüence?
Sí. Cuando trabajé para “Chiche” Gelblung. Él tiraba sobre la mesa una foto de un cadáver y me pedía que escriba 80 líneas.
¿Lo hizo?
Lo hice. E hice más cosas. Cuando no tenía trabajo estuve en una revista tipo Eroticón, que no recuerdo exactamente el nombre, era sobre sexo, pero bien tratado, científicamente, donde escribía un sexólogo que se llamaba Jintín. Pero en realidad era yo el que redactaba. Esas son cosas que me avergüenzan.
Actualmente, Zibell se encuentra escribiendo su segunda novela, esta vez en primera persona, esa que el periodismo suele condenar. “He vivido mucho, pero siempre tuve mucha suerte e hice lo que quise”, afirma con los ojos brillantes.
martes, 27 de mayo de 2008
Las tres ofrendas
Claro que André no puede solo. Necesita que los obreros –sus colaboradores- lo ayuden en la ceremonia y que los fieles pidan cantando al Espíritu Santo que interceda ante el Señor para que los libere de sus pecados.
A las 10.08 de la mañana comienza el tratamiento espiritual, tal como André llama a la reunión en su presentación ante el auditorio. Con pantalón de vestir azul oscuro ceñido al cuerpo, camisa blanca y corbata roja y azul, el pastor se aventura a comenzar el encuentro y pide a la gente que se acerque más a él. En la iglesia de paredes muy blancas, equipada con 228 butacas similares a las del cine y dos grandes parlantes, dos obreras y un obrero se apresuran para que a nadie le falten las hojas que contienen el estudio del día y la letra de un canto.
La Iglesia Universal del Reino de Dios, creada en Brasil en 1977 por el obispo Edir Macedo, profesa el culto evangelista neopentecostal y actualmente tiene sedes en 172 países. A pesar de su crecimiento y de su amplia aceptación entre los fieles, desde 1992 la Alianza Evangélica Portuguesa no la reconoce y tampoco lo hace la Iglesia Cristiana Pentecostal. En Argentina, la IURD cuenta con 80 templos, es dueña de la emisora de radio 1350, del semanario El Universal y emite su programa de televisión Pare de Sufrir por los canales América y América 24.
La música es un elemento central en las reuniones. “Ven hacia mí, levántame cuando estoy depre, ven a interceder por mí”, cantan los fieles con los ojos cerrados -una condición sine qua non-. André entona cada primera frase de la canción como ayuda memoria y luego todos juntos la repiten. Pero hay un momento en el que cada uno improvisa su propia plegaria. A pesar de que el pastor sigue cantando, cada persona habla de modo privado con el Señor –o con el Espíritu Santo-, en casi todos los casos en voz alta. Así lo hace una chica de unos 18 años, de pelo negro y tez blanca, que se balancea balbuceando con pasión quién sabe qué. “Si usted siente la necesidad de derramar sus lágrimas, nadie lo escuchará”, dice André. Y cuando abran los ojos, a muchas mujeres se les habrá corrido el maquillaje: lloraron, porque las han autorizado a desatar el nudo que tenían en la garganta. A la chica de 18 también le pasa.
La liberación del mal también se hace de modo tangible. Quienes concurrieron a la iglesia la semana anterior escribieron en una tela todo lo malo que necesitan dejar atrás y ahora deben depositarla en un recipiente –una pecera- con un líquido rojo que representa la sangre de Cristo. Mientras en los parlantes suenan las estrofas de una nueva canción, uno a uno los creyentes forman una fila y van dejando sus ropas, como André llama a las telas. “Son propósitos donde se escribe todo lo malo que se quiere abandonar, las angustias, el odio y las cosas negativas que todos sentimos, y que yo también siento, y eso que soy obrera”, explica Silvia, una mujer que supera los 50 y que para la ocasión luce una pollera y un saco azul haciendo juego y el pelo teñido casi de rubio.
En toda reunión hay un estudio, es decir, un tema a desarrollar, explicado en una fotocopia de una carilla que todos recibirán durante el encuentro. En este caso, el tópico es la ofrenda. Hay tres tipos de ofrendas: materiales, espirituales y físicas. Después de escuchar al pastor, todos comprenderán que ninguna en sí misma es suficiente. “¿De qué sirve que todos vengamos acá y seamos buenos y que cuando lleguemos a nuestras casas encontremos a nuestro esposo bebiendo y lo regañemos?”, pregunta retóricamente André y luego se alza con un “¿Quién entiende?”. Los que conocen el mecanismo pedagógico levantarán su mano rápidamente para decir que sí. Ese sistema se repetirá varias veces durante el desarrollo del estudio, que se lleva adelante con ejemplos relacionados con la vida cotidiana. La violencia familiar, el maltrato a los seres queridos, la infidelidad en la pareja, el alcoholismo y el fracaso económico serán nombrados varias veces por el pastor, al tiempo que las personas asentirán con sus cabezas como si efectivamente vivieran esas situaciones.
Una vez finalizado el tratamiento, el pastor pide a los obreros que traigan El Universal, la publicación semanal de la iglesia. “Si no puede dejar nada hoy, no importa, lo dejan cuando puedan”, dice. Habla de la ofrenda material, el dinero. Todos saben que aunque cumplan con las ofrendas físicas y espirituales, el Señor se enterará de que falta una de ellas, sin la cual las otras dos no tienen sentido. Un hombre de más de 60 años, encorvado, se acerca al altar y deja unas monedas en una bolsita de tela violeta, mientras que otro que podría ser su hijo saca de su bolsillo algunos billetes chicos y, entremezclado, como quien no quiere la cosa, uno de 100 pesos.
sábado, 17 de mayo de 2008
Sed de curiosidad
Tras una breve introducción de uno de los miembros de la Fundación El Libro, Horacio López, la periodista de cultura Susana Reinoso, coordinadora del evento, dio inicio al encuentro. Libreta de anotaciones en mano y mirada fija en el público expectante y atento que seguía llegando, citó un fragmento de El Aleph, el famoso cuento de Jorge Luis Borges escrito en 1949, y resumió: “Los artificios creados por este escritor están en nuestra vida hoy”.
La charla se desarrolló en dos etapas diferenciadas por las intervenciones de Reinoso, aunque en ninguna fue protagonista el público, ya que no hubo lugar para debatir ni para intercambiar opiniones. Cada expositor esperó su turno de habla pero ninguno consultó a auditorio si quería hacer alguna pregunta. De camisa a cuadros arremangada, Guerrieri, escritor de la blogonovela Detective Bonaerense, basada en un cuento publicado por la editorial Eloisa Cartonera llamado El ciclista serial, inauguró el panel definiendo lo que él entiende por hiperficción: “Es la ficción en la web –dijo-, un código ampliado de la ficción tradicional. En la blogonovela el cyberlector espera que la narración funcione distinto que en el papel, que no sea sólo texto”. Al igual que Reinoso, Guerrieri comparó las actuales blogonovelas con El Aleph, de Borges, y con Rayuela, de Julio Cortázar. Entre trago y trago de agua, concluyó: “Lo que necesitamos en este actual fenómeno son nuevos Cortázar y nuevos Borges”.
Guillermo Piro, trajeado, con camisa oscura y corbata, salió al cruce de la posición de su colega: “Internet es un soporte innecesario para la literatura”, sentenció. Sin embargo, el periodista y autor de Wimbledon y Nación Apache aclaró que sí está de acuerdo con el blog entendido como nació: “Cuando Internet recién comenzó, sus pocos usuarios usaban los blogs para señalar links de sitios nuevos. Es algo útil para señalar noticias perturbadoras, valiosas, y de eso va el mío". Mientras tanto, Guerrieri seguía tomando agua pero Piro no la necesitaba.
Zanoni tampoco se quedó atrás. “No estoy de acuerdo con Piro”, declaró. Sin desentonar con el aire moderno que le da el pelo largo por los hombros, el periodista propuso algo innovador: “El blog puede servirle al escritor para promocionar un libro que esté por sacar, para contar en qué está y en que estará.” Además, destacó ejemplos de blogs que luego pasaron a un formato en papel, como Bestiaria o las historias de Lola Copacabana en su blog Just Lola.
Claramente, los que resistieron a la segunda ronda de la charla eran muchos menos. Antes de que Steimberg realizara su descargo -era su turno- algunas personas del público se retiraron. Lo que se escuchó esta vez fue una versión ampliada de la primera cuestión. Reinoso pidió a los tres primeros panelistas que contaran sus experiencias personales de contacto con blogs y nuevas tecnologías. La pregunta de Steimberg, en cambio, fue diferente: ¿El quiebre de la linealidad en los textos implica una desestructuración del lenguaje? Dueño de un hablar pausado que le permitía elegir cada palabra pero que desafinó claramente con el tono de los demás panelistas, el semiólogo respondió: “Desde siempre ha habido lectores que abarcan un texto de modo interrumpido. Internet y los blogs hacen perceptible un fenómeno que ya existía”. Después de su escueta declaración, uno de los dos micrófonos disponibles pasó del último panelista a manos de la coordinadora, quien inesperadamente se despidió del auditorio diciendo: “Cada segundo se abre un blog a nivel mundial. Cada uno de ustedes puede ser autor del suyo”. A las siete en punto de la tarde, tras 50 minutos de charla que contrastaron con los 90 que el programa de la Feria prometía, los panelistas se levantaron primero que el auditorio y nadie aplaudió. La gente se fue con gusto a poco en una discusión que daba para mucho más. “Fui a varias charlas de las que se hicieron en la Feria y en todas se armó debate. Creo que las posiciones eran bastante contrapuestas como para generar un buen intercambio de opiniones”, opinó Solange, de 26 años, quien llegó unos minutos tarde al encuentro pero, a pesar de su disconformidad con lo ofrecido, no se levantó antes de que terminara.
En la sala María Esther de Miguel sólo quedaban unos pocos curiosos que discutían entre sí lo que no habían podido discutir con el panel y un puñado de universitarios que buscaban las opiniones del auditorio. Sobre el atril permanecían la botella de agua mineral vacía de Guerrieri y las demás sin abrir. Nadie habló tanto como para que se le secara la garganta. O quizás nadie sintió tanta sed de curiosidad por saber si el libro ya no es el único soporte posible para quienes ejercen el arte de contar historias.
domingo, 27 de abril de 2008
Dailan kifki sobre alfombras rojas
Recuerdo muchas visitas a la Feria del Libro, aunque no puedo contar ninguna que me haya gustado del todo. Siempre había un pero.
Cuando era chica, me llevaban con el colegio. La primera vez que fui al predio de la Rural, a los nueve años, me fascinaron las alfombras rojas. Formados en una fila de nenas y otra de varones, los chicos de cuarto grado recorrimos el salón semi-vacío, stand por stand. Pero los libros estaban en un segundo plano. La vedette de la excursión era el picnic en los lagos de Palermo, que venía después de la Feria.
La segunda vez, al año siguiente, sí fue una salida “para ver libros”. Una de mis amigas compró una edición de Tarzán con ilustraciones y otra una de La zorra y las uvas, también con dibujos. A mí me gustó un libro de María Elena Walsh, Dailan Kifki, que conocía a medias porque nos habían leído un capítulo en la clase de lengua. Pero no lo compré porque no había entendido bien si mi mamá me dejaba gastar o no la plata que había llevado. Cuando llegué a casa, ella me preguntó: ¿Por qué no te lo compraste si para eso te di plata? Cosas que pasan. Después mi abuela me lo regaló para Navidad y Dailan Kifki se ganó el mismo respeto que la más linda de las barbies. Fue mi biblia durante esas vacaciones de verano y lo leí hasta casi saberlo de memoria.
Las maestras de la primaria nos llevaron a la Feria del libro hasta séptimo grado; pero la verdad es que para mí era siempre lo mismo.
Después pasaron varios años hasta que volví a ir. Tenía 17, estaba terminando el último año de la secundaria y fui con una amiga. Ya sabía qué quería estudiar “cuando sea grande” y ahí sí descubrí muchas cosas que me interesaban. Pero no podía comprar nada, era el otoño del 2002, posdevaluación, el imperio del patacón y la polenta. Pero bueno, para pasear valió la pena: fue como mirar ropa en un shopping y probarse todo para después no comprar nada.
A los 19, volví. Pero descubrí que la Feria del Libro no era lo que yo esperaba que fuese, o lo que creía que era. Dicen que su objetivo es acercar a la gente a la lectura. Pero... Para mí, una tarde ahí adentro significaba caminar y leer contratapas de diferentes ediciones hasta salir abombada. Al principio era entretenido, todo me gustaba, pero después me quedaba con miles de ideas de cosas que me habían gustado flotando en la cabeza. Alguna vez compré algo como para llevarme un souvenir. Los libros que vendían eran los mismos que había en cualquier librería pero sólo con más show. Cuando había alguna novedad, era incomprable y no acaparaba mi atención. Algunos dicen que allí conseguís cosas que en otros lugares no hay. Yo, no sé. También me fastidiaba que hubiese tanta gente, había que pelearse para ver algo. Mi mamá se paraba a ver el stand de Radio Mitre para conocer a los conductores que transmitían el programa en vivo desde ahí. Se parecía más a un parque de diversiones que a una feria del libro. ¿Alguien se irá de allí con la sensación de que leer es lindo y divertido? ¿Alguien logrará entretenerse sólo con un libro, después de venir de semejante bochinche? ¿Algún chico se enamorará de un libro como yo de aquel Dailan Kifki, o saldrán de allí corriendo, ansiosos por jugar a la Play Station? ¿Es fiel la idea de la lectura que la gente se lleva de la Feria? La lectura es silencio, interiorización, talvez conversación con uno mismo. Y no ruido, música, promotoras lindas y escritores estrellas que firman libros.
No más Feria del Libro, decidí ese año. Pero volví a ir, aunque ya con la clara idea de que me gusta más enterrarme en alguna librería de Avenida Corrientes con olor a viejo, con olor a humedad, con olor a libros, que es lo que no hay en el predio ferial de la Rural. Visitar la Feria del libro no es lo mismo que enamorarse de los libros, aunque reconozco que mi enamoramiento por Dailan Kifki comenzó allí.
Mis mejores recuerdos de la Feria del libro son, definitivamente, las alfombras rojas y Dailan Kifki, un libro que adoré en la infancia y que me enseñó la sensación de leer algo placentero y el significado de la última página de una historia atrapante.